HIPNOSIS DE LA CARRETERA
La fugacidad debería ser considerada como una categoría artística. En su doble acepción:
como efímera y como huidiza. Desde que los impresionistas se empeñaron en capturar el
instante, en competencia directa con la fotografía, han sido infinitas las maneras de
atrapar el momento fugitivo, tan inaprensible hasta entonces para los pintores,
representándolo, imitándolo, haciendo suyo ese movimiento que parecía no querer ser
fijado, mantenerse en la ausencia, figurar como ya ido cuando apenas había sucedido.
Más inusual sin embargo es que se pretenda reflejar la fugacidad misma, imprimiéndola
en el lienzo o en cualquier otro soporte, bajo la premisa de que el gesto, como decía
Bergson, siempre escapa, es automático: “En la acción se entrega toda la persona; en el
gesto, sólo se manifiesta una parte aislada de esta persona, a escondidas, o, por lo menos,
al margen de la personalidad total”. Ya en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes del
pasado siglo se había visto la inutilidad de querer representar en escultura el ondular del
mar y el vaivén de las olas, toda vez que se volvía rígido lo que era de por sí fluido e
inabarcable.
Antonio Navarro lo que busca con sus impresiones digitales no es tanto capturar un
momento como formalizar su condición deslizada, en movimiento continuo, con franjas
horizontales y verticales que barren el instante y se presentan de manera autónoma, como
campos de color en apariencia abstracta. Son líneas extendidas que en realidad son
paisajes, sacados fotográficamente de la vida misma, pero que en su recorrido expresivo
introducen el tiempo y al hacerlo lo convierten definitivamente en otra cosa, un campo
expandido, una visión que va más allá de su estrecho límite tridimensional.
Es un concepto que Clement Greenberg, con su dogmatismo formalista, cuestionaría, por
ilusorio. Pero que Rosalind E. Krauss, menos doctrinaria, vería esencial en un arte nuevo que
no quiere ser historicista y se construye conforme a pares culturales diferentes, no sólo
arquitectura/paisaje, sino también unicidad/ reproductibilidad. Antonio Navarro, que es
maestro de grabado, y por tanto experto en técnicas de reproducción, se empeña en
conseguir obras únicas de trabajos que son de por sí múltiples, con lo que cada estampa
aporta una sensación de veracidad a la que no sería ajena si estuviera realizada con la mano
de manera directa, no digital.
Los papeles siempre son de algodón, como una capa que las acogiera, y cuando salen de la
impresora o de la imprenta perpetúan un viaje que el mismo autor reconoce con Le Breton
que es producto de la hipnosis de la carretera, el ver pasar los quitamiedos y las líneas
discontinuas que se vuelven una, apenas trazada, casi en espejismo, con una cadencia que
se vuelve obsesiva, arrulladora, y cuya reiteración en el Centro Municipal de Arte y
Exposiciones de Avilés puede hacer de la aventura una experiencia iniciática.
Luis Feás Costilla
Antonio Navarro: paisajes pautados
por Juan Carlos Aparicio Vega
El viaje nuevamente es traído a la escena artística como pretexto, si bien en este caso es únicamente el trasunto de un recuerdo. Muy alejado de aquellos pintores excursionistas que disfrutaban, ya entrado el siglo XIX, de la captación de una luz cambiante en la montaña o junto al mar, Antonio Navarro (Creon, Burdeos, 1966) trata de recuperar y recrear instantes mediante el hábil manejo de las técnicas de estampación. Profundiza así con su trabajo acerca de lo observado componiendo una amplia trama de piezas con que demuestra que lo único que permanece es el color. De este modo, sus impresiones se convierten en paisajes de la memoria. Son en cierto modo sus cuadros una sutil continuación del discurso ya iniciado en el pasado por pintores como el dublinés Sean Scully o por el letón Mark Rothko, verdaderas referencias en su imaginario artístico. En cierto modo, nuestro artista prosigue ese camino de la abstracción geométrica materializada en hermosos planos de sutiles gamas que coloca ante el espectador restando peso e importancia a los acontecimientos que dieron lugar a esos mismos paisajes, condensando y aligerando la historia, reducida a franjas de color. El autor concibe el paisaje únicamente como algo sustanciado. Algo similar lograba Luis Fernández con sus delicadas campiñas francesas, que componía en su versión previa dibujada apenas con unas cuantas líneas, las justas y necesarias.
Inspirado por la lectura de la obra del antropólogo y sociólogo francés David Le Breton (Le Mans, 1953), quien habla del paisaje según el punto de vista de un automovilista en ruta, Navarro, con vida nómada entre Salamanca y Asturias, llena sus retinas de colores y el desenlace es un panorama geográfico indeterminado. Así mismo, son sus composiciones la reanudación de un discurso desarrollado en el ámbito de la pintura a lo largo de todo el siglo pasado.
Seducido por las vedute que se aparecen a lo largo de su itinerario vital, pero solamente de aquellas que existen en ese estado de movimiento, no le interesa detenerse, sino prorrogar todo aquello que ocurre mientras se desplaza, necesariamente efímero.
Las gamas cromáticas, bañadas por luces cambiantes se suceden y ordenan en un plano exclusivamente presente en esa situación. Dista mucho aquí del romántico viajero decimonónico embebido por el paisaje, en que se aquietaba y detenía contemplativo y soñador en aras de su irrenunciable búsqueda de libertad. A pesar de ello, ambos casos están provistos de emoción, lo que se traslada al espectador cuando se aprecian y reflexionan como conjunto en la sala de exposiciones, ahora convertida en una especie de cabaña o más bien de aposento, un ámbito de acceso restringido por cuantas implicaciones emocionales se traslucen.
Dotado de una gran capacidad emotiva y por tanto del lirismo necesario, el artista ofrece una revisión del género del paisaje en la que lleva trabajando, al margen de otros asuntos, desde hace unos pocos años. Conforman sus obras un trabajo muy personal y profundo y eso se nota al examinarlos. No son cuadros pintados bajo la directriz de una cátedra de paisaje. En cambio, para lograr contener esas emociones en un soporte artístico, el autor hace uso de su probado dominio de la estampación digital.
En los títulos de las diferentes series con que agrupa las piezas, remite a lugares como París, pero obviamente no vemos la ciudad reconocida por todos a través de su patrimonio arquitectónico o de su historia, sino su esencia cromática y lumínica.
En el fugaz conjunto que ahora se expone predominan las tramas geométricas de cuidada factura, moldeadas únicamente por la luz de los lugares donde fueron visionadas. A través de esas abstracciones, muchas veces hermosas sinfonías, se observan arquitecturas desdibujadas que están sólo construidas a través del color, sin formas reconocibles. Otra serie denominada Oriente incluye algunos cuadros de líneas más apretadas.
Una interesante estampa dedicada a la ciudad de Gijón resume sus luces y silueta en un más espaciado y figurado panorama donde las líneas separan al tiempo horizonte, tierras y mar. Igualmente bella es su visión sobre el Océano Mar, en fría pero elegante armonía de azules y grises.
Algunas de sus propuestas adoptan incluso la forma de Trípticos, éstos ya sin grisallas en las portezuelas y provistos de impactantes transparencias, que nos recuerdan cómo precisamente el paisaje nace en el fondo de las tablas quinientistas, desde donde paulatinamente iría cobrando peso y creciendo en espacio y consideración.
Otras de sus obras enriquecen su gama cromática debido a la estación en que suceden y que además dan título a varias entramadas composiciones: Otoño, donde la naturaleza muere y se desbarata.
Por último, mucho más domeñada por los blancos, la serie Landscape enfatiza la horizontalidad de los formatos que apaisados se asemejan al papel pautado para componer música, donde la coloratura sería la única protagonista.