Antonio Navarro: paisajes pautados
por Juan Carlos Aparicio Vega
El viaje nuevamente es traído a la escena artística como pretexto, si bien en este caso es únicamente el trasunto de un recuerdo. Muy alejado de aquellos pintores excursionistas que disfrutaban, ya entrado el siglo XIX, de la captación de una luz cambiante en la montaña o junto al mar, Antonio Navarro (Creon, Burdeos, 1966) trata de recuperar y recrear instantes mediante el hábil manejo de las técnicas de estampación. Profundiza así con su trabajo acerca de lo observado componiendo una amplia trama de piezas con que demuestra que lo único que permanece es el color. De este modo, sus impresiones se convierten en paisajes de la memoria. Son en cierto modo sus cuadros una sutil continuación del discurso ya iniciado en el pasado por pintores como el dublinés Sean Scully o por el letón Mark Rothko, verdaderas referencias en su imaginario artístico. En cierto modo, nuestro artista prosigue ese camino de la abstracción geométrica materializada en hermosos planos de sutiles gamas que coloca ante el espectador restando peso e importancia a los acontecimientos que dieron lugar a esos mismos paisajes, condensando y aligerando la historia, reducida a franjas de color. El autor concibe el paisaje únicamente como algo sustanciado. Algo similar lograba Luis Fernández con sus delicadas campiñas francesas, que componía en su versión previa dibujada apenas con unas cuantas líneas, las justas y necesarias.
Inspirado por la lectura de la obra del antropólogo y sociólogo francés David Le Breton (Le Mans, 1953), quien habla del paisaje según el punto de vista de un automovilista en ruta, Navarro, con vida nómada entre Salamanca y Asturias, llena sus retinas de colores y el desenlace es un panorama geográfico indeterminado. Así mismo, son sus composiciones la reanudación de un discurso desarrollado en el ámbito de la pintura a lo largo de todo el siglo pasado.
Seducido por las vedute que se aparecen a lo largo de su itinerario vital, pero solamente de aquellas que existen en ese estado de movimiento, no le interesa detenerse, sino prorrogar todo aquello que ocurre mientras se desplaza, necesariamente efímero.
Las gamas cromáticas, bañadas por luces cambiantes se suceden y ordenan en un plano exclusivamente presente en esa situación. Dista mucho aquí del romántico viajero decimonónico embebido por el paisaje, en que se aquietaba y detenía contemplativo y soñador en aras de su irrenunciable búsqueda de libertad. A pesar de ello, ambos casos están provistos de emoción, lo que se traslada al espectador cuando se aprecian y reflexionan como conjunto en la sala de exposiciones, ahora convertida en una especie de cabaña o más bien de aposento, un ámbito de acceso restringido por cuantas implicaciones emocionales se traslucen.
Dotado de una gran capacidad emotiva y por tanto del lirismo necesario, el artista ofrece una revisión del género del paisaje en la que lleva trabajando, al margen de otros asuntos, desde hace unos pocos años. Conforman sus obras un trabajo muy personal y profundo y eso se nota al examinarlos. No son cuadros pintados bajo la directriz de una cátedra de paisaje. En cambio, para lograr contener esas emociones en un soporte artístico, el autor hace uso de su probado dominio de la estampación digital.
En los títulos de las diferentes series con que agrupa las piezas, remite a lugares como París, pero obviamente no vemos la ciudad reconocida por todos a través de su patrimonio arquitectónico o de su historia, sino su esencia cromática y lumínica.
En el fugaz conjunto que ahora se expone predominan las tramas geométricas de cuidada factura, moldeadas únicamente por la luz de los lugares donde fueron visionadas. A través de esas abstracciones, muchas veces hermosas sinfonías, se observan arquitecturas desdibujadas que están sólo construidas a través del color, sin formas reconocibles. Otra serie denominada Oriente incluye algunos cuadros de líneas más apretadas.
Una interesante estampa dedicada a la ciudad de Gijón resume sus luces y silueta en un más espaciado y figurado panorama donde las líneas separan al tiempo horizonte, tierras y mar. Igualmente bella es su visión sobre el Océano Mar, en fría pero elegante armonía de azules y grises.
Algunas de sus propuestas adoptan incluso la forma de Trípticos, éstos ya sin grisallas en las portezuelas y provistos de impactantes transparencias, que nos recuerdan cómo precisamente el paisaje nace en el fondo de las tablas quinientistas, desde donde paulatinamente iría cobrando peso y creciendo en espacio y consideración.
Otras de sus obras enriquecen su gama cromática debido a la estación en que suceden y que además dan título a varias entramadas composiciones: Otoño, donde la naturaleza muere y se desbarata.
Por último, mucho más domeñada por los blancos, la serie Landscape enfatiza la horizontalidad de los formatos que apaisados se asemejan al papel pautado para componer música, donde la coloratura sería la única protagonista.