Lo más peligroso de la aparente Nada, del Vacío, es que, una vez visto por primera vez, no se deja de darle vueltas a lo que puede o no existir allí. Frente a la ilusoria pureza del lienzo en blanco, Antonio Navarro ofrece algo mucho más interesante: la posibilidad cuando todo parece agotado, la necesidad de explorar cuando ya existe una aparente conclusión. Todo parece estar completado y, sin embargo, nos aborda la inquietante sensación de que aún falta un poco más para llegar al fondo. Es, precisamente, en ese juego constante entre saturación y vacío, entre silencio y ruido de fondo, dónde la obra de Antonio Navarro forma una cartografía repleta de ideas y sensaciones por descubrir.
Ante las visiones que Antonio Navarro ofrece solo existen, como decía Didi-Huberman, dos opciones claras: darse la vuelta, negar la existencia de esa presencia que se abre, invitándonos a conocernos más a fondo, o aceptar que, en esa pérdida, inabarcable totalmente, importa más lo que nos mira que aquello que vemos. Si aceptamos, entonces, la segunda opción, seremos capaces de empezar realmente a ver, seremos capaces de comprobar como la mirada puede expandirse, llegando hasta límites que, aunque nunca se alcanzan, siempre se rozan con la punta de los dedos. Totalmente ineluctable, el silencio de Antonio Navarro es un ente en el que hay que sumergirse con calma, abandonando el enfrentamiento directo a favor de la observación meditativa, siempre activa, sin embargo. A través de ella, es posible ver cómo tras la pérdida, ya sea de figuración, de color, de aparentes significados… siempre hay más. Infinitos matices de negro que se despliegan al cruzar una sombra, ritmos y secuencias apreciables únicamente en su sutileza, forma y composición regidas por una ley escrita, pero imperceptible a simple vista.
Totalmente universal, con tintes de eternidad, la obra de Antonio Navarro queda como un ídolo perenne, inagotable. Encerrando sus secretos, existe únicamente para ella y, frente a ella, parece inevitable la sensación de que no somos más que intrusos, intentando desentrañar los posibles significados, infinitos por naturaleza, que pueden residir allí. Podríamos estar horas observando y, cuando tuviésemos la sensación de que hemos avanzado un poco, todavía seguiríamos muy lejos del destino. La lucha nos dejaría igual que a Sísifo, de nuevo en el punto de partida: no queda otra opción que dejarse llevar, viendo, a veces, con los ojos cerrados, caminando sin saber exactamente hacia dónde se va, con la esperanza de encontrar algo al otro lado, sin saber muy bien el qué. Tal vez sea ese el método: fracasar, aceptar la derrota, quedarse en la Nada, porque solo a través de ella es posible crear de nuevo, de la misma manera que es, a través de los silencios, el modo de configurar la música. La magia de Antonio Navarro no es otra que ofrecer a quién ve sus obras una invitación para explorar, para investigar y descubrir, a la vez que nos permite apreciar el propio proceso del artista, sus inquietudes y sus dudas.
Así, frente a sus obras, aparece nuestra sombra, otro negro sobre un negro diferente, otro vestigio sobre otra presencia. Más inquietante es aún ver nuestro reflejo en ellas, una imagen, débil y difusa sobre la inmensidad de ese Vacío absorbente, que parece hacernos la misma pregunta que el Emperador Wu hacía a Bodhidharma: ¿quién está ante mí? Nuestra respuesta podría ser idéntica: No lo sé. Una vez agotado todo, ¿qué queda? Sencillamente, la opción, obligada casi, de ir más allá.
Juan de Miguel Luengo